Los feriados en Uruguay fueron concebidos hace más de cien años, en tiempos del centenario. Aquella generación entendió que el calendario cívico podía ser una herramienta para integrar a una sociedad diversa, con grandes olas inmigratorias y cambios demográficos. Sus decisiones respondieron a la sensibilidad de su época y cumplieron un rol de cohesión nacional.
Hoy, a las puertas del bicentenario, el escenario es distinto. La pregunta es inevitable: ¿es justificable mantener feriados no laborables entre semana solo por tradición, o es mejor adaptarlos para que toda la población los aproveche, generando bienestar y dinamismo económico?
El mundo laboral cambió. La reducción de jornada y el teletrabajo ya forman parte del debate en múltiples países. En este contexto, los feriados largos cumplen una función adicional: mejoran la productividad al distribuir el descanso, reducen el ausentismo, cuidan la salud mental y permiten a las personas organizar mejor su tiempo.
También se han convertido en una oportunidad para democratizar el turismo interno. Escapadas de tres o cuatro días permiten recorrer el país y acceder a experiencias culturales que, en la rutina del año, no son posibles. Al mismo tiempo, generan ingresos vitales en localidades que encuentran en esos movimientos un sostén económico clave.
El impacto económico es claro. Cada fin de semana largo incrementa la ocupación hotelera, dinamiza la gastronomía, multiplica la movilidad y activa sectores como espectáculos, transporte, comercio y hasta servicios digitales. Son verdaderas microreformas que reequilibran el mercado interno, redistribuyen ingresos y sostienen empleos.
Ahora bien, ¿qué pasa con el sentido histórico de las conmemoraciones? ¿Alcanza con recordar tres batallas o un natalicio para sostener nuestra identidad nacional? ¿No merecen figurar también fechas del siglo XX y XXI que marcaron nuestro destino como República? El voto femenino en 1932, la reforma constitucional del agua en 2004 y la creación de un día dedicado a la sostenibilidad y el medioambiente son ejemplos de hitos que podrían incorporarse a nuestro calendario. Son conquistas cívicas y sociales que reflejan la madurez de un país y el rumbo de las nuevas generaciones.
La tradición batllista nos ofrece una pista: los feriados no son solo un recordatorio del pasado, también pueden ser instrumentos de transformación social. La generación del centenario supo usar el calendario cívico como herramienta de integración. ¿Será el turno de la generación del bicentenario de diseñar un calendario que combine identidad, justicia social y dinamismo económico?
La discusión no es menor. Un calendario inmóvil puede terminar siendo un ritual vacío. En cambio, un calendario repensado puede convertirse en un motor de desarrollo, capaz de equilibrar el descanso, estimular la economía y reforzar nuestra identidad republicana. La decisión está en nuestras manos: ¿mantener las fechas por inercia o animarnos a construir un calendario que dialogue con las necesidades del presente y los desafíos del futuro?
